Excelsa, Eminente, Óptima entre
todas las mujeres y también entre la humanidad entera, fuera de su Hijo divino.
Bendita y Llena de gracia; segunda en todo después de Jesús.
De acuerdo con la explicación de San
Lucas, ella era consciente de su grandeza excepcional y sabía la razón:
<< Todas las naciones me felicitarán, porque ha hecho en mí maravillas
... Porque ha mirado la humildad de su esclava >>.
Así pues, toda grandeza, - más
especialmente la humana- viene de Dios- ¿Hay algo grande fuera de Dios y de lo
que él ha querido engrandecer? La grandeza, la excelencia, se producen por la
proximidad y la acción de Dios sobre una criatura. La grandeza tiene lugar
cuando se comunica Dios, infinitamente grande, allí donde es esperado y
deseado.
Por lo que sabemos de María, ella
permaneció abierta y receptiva, predispuesta y deseosa, con conciencia plena de
pobreza y necesidad. Debido a esto, se dieron en ella todas las condiciones,
para que el Dios generoso y comunicativo por naturaleza se le acercara y la
llenara de gracia. He aquí la grandeza única de María, cumplida con
sobrenatural espontaneidad. Como la corola los pétalos y el cáliz de una flor
abierta, son refrescados por la humedad del rocío matinal y calentados
amorosamente por el rayo del sol diurno.
Toda la gama de misterios marianos
que veneramos son efluvios expresivos de la presencia transformadora y fecunda
de Dios en ella: << Las obras de su brazo ... Ensalza los humildes ...
colma de bienes a los pobres >>.
En esto, María es nuestra estrella
de la mañana, la estrella polar: punto eficaz de orientación. Nos es posible,
por este modelo, simplificar al máximo nuestro proyecto espiritual. No podemos
aspirar a ningún otro progreso espiritual, a otra grandeza interior, que no sea
la que nos vendrá de Dios. Desprendámonos de toda esperanza de santidad
procedente del propio esfuerzo en dirección ascética y moral. El esfuerzo
personal y el ascetismo nos harán falta, sólo, para asumir de buena gana
nuestra pobreza real, y para abrirnos a Dios con el deseo ardiente y la
esperanza cierta de su presencia. Si fuéramos un capullo cerrado sobre sí mismo,
encantado con su interior belleza, por más que cayera sobre nosotros la
frescura del rocío o el calorcito del sol divino, nada entraría en nuestra gema
floral: ninguna excelencia, ninguna grandeza , ninguna maravilla.
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