La Asunción vivía sola porque se
había quedado viuda y no tenía hijos. La soledad le era engorrosa y pesada.
Ella, que toda la vida se había distinguido por un carácter jovial y
comunicativo, ahora se encontraba desamparada, como un islote en medio del
océano. Tuvo que hacer grandes esfuerzos para reconciliarse con la nueva
situación y no se perdía ninguna ocasión para salir y comunicarse; y cuando no
podía más, el teléfono le servía de salvavidas. Como sea que tenía el recurso
de la fe, fue aprendiendo, a duras penas, que su soledad era más aparente que
real. Su interior -pensaba a veces- podía ser un lugar de encuentro
maravilloso. Como si dijéramos: un punto de cita.
En ningún momento dejó de mantener
sus relaciones habituales, aunque aprendió a relativizar su importancia. Dicho
y hecho, las relaciones, diríamos rutinarias, eran necesariamente esporádicas
y, a menudo, superficiales. Verdaderamente, la necesidad compulsiva de
compañerismo ¿no era una excusa disimulada para no encontrarse cara a cara con
una realidad más profunda, que podía tener lugar en su interior?
Asunción era una mujer espabilada y
había recibido, de jovencita, una buena formación incluso cristiana, aunque
envuelta en una atmósfera de temor; cosa que le hacía difícil poderse sentir
acompañada amistosamente por la presencia de Dios. Ahora tenía mucho tiempo
libre, y la televisión -que apagaba cada día a una hora establecida, para rezar
devotamente el Rosario- le acababa resultando insoportable. A veces, enfadada y
decepcionada, apagaba de repente la pequeña pantalla, hasta la hora del
telediario preferido.
Durante aquellos espacios largos de
silencio, solía leer los escritos autobiográficos de Santa Teresa de Lisieux y,
algunas veces, se atrevía a leer, sin mucho entusiasmo, fragmentos del Cántico
Espiritual de San Juan de la Cruz. Poco a poco encontró gusto y se decidió a
leerlo seguidamente. Marcaba con lápiz el punto donde se había detenido y allí
seguía en otro momento. Su lectura era sumamente reposada, lo que aprovechaba
para bajar a su interior, y comparar las experiencias del Santo o de Santa
Teresita con ella misma y su estado de ánimo. Entendió pronto que la más
excelente vía de comunicación con Dios -por no decir la única- es el amor, y
que, de amar, ella era perfectamente capaz. Como el amor entre dos requiere un
cierto aislamiento de cosas y personas, dio gracias a Dios por su situación de
soledad. Sin ella nunca habría tenido la oportunidad de unas vivencias nuevas
que empezaban a brotar tímidamente en la profundidad de su corazón, provocando
un cambio radical de su escala de valores y de su manera de ser.
Imprimir artículo
No hay comentarios:
Publicar un comentario