Nuestro interior, el espíritu, el alma, o como
queramos llamarlo, es un ser de luz, que se manifiesta por su capacidad de
entender el qué y el porqué de las cosas, de relacionarlas entre ellas, razonando,
de descubrir el hilo conductor que lo liga todo y lo conduce a la unidad. Por
esta vía cognoscitiva, nuestro ser profundo avanza hacia el descubrimiento de
la verdad, haciendo una tarea de discernimiento entre ella y su contrario, el
error.
Todo nos sería más
llano -estamos tentados de afirmar- si
nuestro núcleo no estuviera envuelto por la opacidad de la materia; porque no
hay duda de que toda la información que recibe nuestro espíritu -el sólo
material con que puede trabajar- le llega de los sentidos corporales que, en
sus órganos receptores, son puramente materiales; razón por la que nuestro
laboratorio interior tiene una urgente y delicada tarea de transformar en luz
intelectual y espiritual lo que le llega como estrictamente material. Conocer, experimentar y aceptar positivamente
aquel envoltorio tenebroso, crea las mejores condiciones para el discernimiento
y la selección de todos los fragmentos de verdad que recibimos de parte de la
materia. Lo compararíamos con el horno, que separa el oro de la escoria en la
que estaba escondido.
El ser de luz que somos pone en contraste el brillo de la
verdad con la oscuridad del error. Por otra parte, no es que la materia sea
mentira, no. Es, diríamos, una verdad estática, casi muerta, que no brilla por
sí misma, sino por el sentido y la relación que le transmite el ser, pensando.
Como los cuerpos celestes opacos, que brillan por la luz que les es dada de
fuera.
Esto hace que la criatura inteligente se convierta en el
alma de la materia de todo el universo, en la luz que ilumina las tinieblas del cosmos material, el
sentido y la verdad profunda de toda la creación. Aunque, el creyente acepta
que su pequeña luz interior es sólo una chispa de la infinita sabiduría de
Dios, y que potencia nuestra pequeña luz con la presencia de su Iluminación infinita.
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