Nuestra fe, si es vivida
intensamente, puede ir más allá de las fórmulas oficiales que usamos para
confesarla, porque la implicación de Dios en su creación es infinitamente
ancha, profunda e intensa. Su presencia
activa tiene lugar en todas partes y en todo. Dios hace caer imperios y suscita
nuevas formas de gobierno: << Te haré caer del pedestal, te derrocaré del
lugar que ocupas. Ese día llamaré a mi siervo, Eljaquim (...) y le daré la
autoridad que tienes >>
Ver a Dios en todo y siempre, también en la oscuridad,
cuando se da la sensación terca de su ausencia, sería el ideal perfecto de
nuestra fe, porque << ¡Que insondables sus decisiones i que irrastreables
sus caminos! ¿Quién conoció la mente del Señor?>>. Con todo, hay algo que
parece irrefutable: << Todo viene de él, pasa por él y se encamina hacia
él >>. Entonces, el itinerario de todas las criaturas, desde el inicio
hasta el final, está siempre a la presencia de Dios y camina bajo su guía.
Lo mismo ocurre con los
misterios del dogma, por ejemplo en la Encarnación. Jesús es más de lo que
puede entender la gente: << Unos que Juan Bautista, otros que Elías,
otros que Jeremías o algún otro de los profetas >>. Jesús es aquel a
quien sólo Dios puede entender y lo revela a quien él quiere, como le ocurre a
Pedro: << Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo >>. Responde
Jesús a Pedro. << Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso no te lo
ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo >>.
La fe total y verdadera sólo puede ser
una revelación de Dios, hecha a su criatura racional.
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