Pero, es que Jesús enseñaba en nombre de Dios. Más aún: era el enviado expresamente por Dios a enseñar; era la misma Palabra de Dios. Leemos en el Deuteronomio: << Un profeta de entre los tuyos, de entre tus hermanos, como yo, te suscitará el Señor, tu Dios>>. Entonces, la autoridad que ostentaba Jesús le venía dada por su misma naturaleza divina y por la misión que le había encargado el Padre.
Encontramos todavía otro fundamento, una nueva fuente, de su autoridad. Hablamos de la autoridad moral que da a cualquier maestro la coherencia de su vida. Jesús vivía y luego predicaba: pedía conversión y él, antes, se había hecho penitente en el Jordán; enseñaba a orar, y él se había pasado noches enteras en oración; alababa la pobreza, y él no tenía donde reclinar la cabeza; proponía la humildad, y él era humilde y sencillo de corazón; aconsejaba perdonar siempre, y él perdonó desde la cruz a sus verdugos. Confirmó como el primero y principal mandamiento el del amor a Dios y al prójimo, y él amó hasta el fin. Todos los motivos de autoridad y de credibilidad que podríamos esperar de un maestro, los encontramos en Jesús de manera sublime. Sin embargo, muchos de sus seguidores esperaban más la curación corporal que la conversión de corazón. Motivos suficientes de reflexión y de conversión para los que son predicadores del Evangelio y para aquellos otros que escuchan la predicación.
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