Algunas religiones están basadas en
el esfuerzo del hombre para descubrir y encontrar a Dios. Al contrario, el
cristianismo, hijo del judaísmo, es la historia de un pueblo que se dispone, lo
mejor que sabe y puede, para escuchar a
un Dios que se le manifiesta y que se quiere dar a entender con palabras y
hechos progresivos. Leemos en la Carta a los Hebreos: << En distintas ocasiones
y de muchas maneras, habló Dios antiguamente a nuestros padres por los
profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo >>.
Había calado profundamente en el
pueblo hebreo el pensamiento del Dios que se revela, que se manifiesta y se da
a conocer. Esto les infundía un gozo profundo y una esperanza cierta. Leemos en
Isaías: << Qué hermosos sobre los montes los pies del mensajero que
anuncia la paz, que trae la Buena Nueva, que pregona la victoria>>. En el
Nuevo Testamento, además de la palabra de Dios, tenemos entre nosotros a Dios
mismo en persona. Dice San Juan: <<Vino a su casa, y los suyos no la
recibieron. (...) Y la palabra se hizo carne y acampó entre nosotros, y hemos
contemplado su gloria>>.
Ahora, la tarea del buen
cristiano, más que en buscar a Dios, consiste en dejarse encontrar; antes que
confiar en nuestra actuación para merecerlo, en dejarse querer por él. Abrirse
a Dios, ahora hecho hombre; es más, hecho Niño, y desearlo, sentir necesidad de
él, hacerle lugar dentro de nosotros, dedicarle algún tiempo, hacerlo objeto de
nuestros pensamientos más frecuentes, es el mejor camino y el más corto. <<Él
está a la puerta y llama>>.
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