Entre nosotros, el profesional de la
enseñanza se ha convertido en irrelevante, casi desprestigiad; no por su culpa,
si hablamos generalmente, sino por el ambiente maleducado e irreverente donde
ha recalado nuestra cultura. El buen maestro ha sido siempre aquel que educa a
los discípulos con la sabiduría que sale de sus labios, pero más aún con su
comportamiento: las actitudes éticas, la mirada serena, la acogida favorable,
la visión abierta, el modelo de su vida.
Nunca ha habido ningún maestro como
Jesús: <<Nunca nadie había hablado como él. (...) Tú tienes palabras de
vida eterna. (...) Pasó haciendo el bien >> Su presencia atraía a todos
como lo hacen la luz y el calor; delante
de él todos se sentían acogidos favorablemente, su vida era el modelo deseado
por aquellos que lo conocían y su relación con Dios Padre envolvía a todos los
oyentes. La vida, más aún que la palabra, era su magisterio.
Cerca ya de su pasión quiso dar una
lección magistral de cómo acabaría todo. No empleando un gran discurso. Lo hizo
con una vivencia personal. Se transfiguró, se revistió de gloria celestial delante
de los tres discípulos; dando a entender que, concluida la pasión y superada la
muerte, sería glorificado por el Padre y acogido en su seno para siempre. La
transfiguración del Señor representa no solo una profecía de su triunfo y de su
glorificación personal, sino también de la de sus seguidores. El, el primero entre los justos, es el
primer glorificado. Luego, sus seguidores, terminada la pasión de esta vida,
participarán de la misma suerte: << En la casa de mi Padre hay lugar para
todos. >>
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