Es un derecho irrenunciable. Y una
necesidad humana. Es un estado que no se alcanza de golpe, sino
progresivamente, a medida que se va avanzando por el camino verdadero. ¿No será este camino el que nos indica
Jeremías? << Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su
confianza >>. Porque hay caminos equivocados que terminan justamente en
el estado contrario de aquel que uno se proponía. Dice el mismo Jeremías:
<< Maldito quien confía en el hombre y en la carne busca su fuerza,
apartando su corazón del Señor>>.
El que busca la felicidad debe
fijarse un horizonte lejano y trascendente. Leemos en San Pablo: << Si
nuestra esperanza en Cristo acaba con esta vida, somos los hombres más
desgraciados>>. Es del todo conveniente evitar el anhelo desmesurado por
una felicidad inmediata, y aprender a disfrutar de la pequeña cata de felicidad
constante que nos da el peregrinaje diario hacia el destino. A medida que el
mismo peregrinaje nos purifica, la pequeña felicidad de que ya disfrutamos se
vuelve cada vez más duradera, más intensa y más pura.
Como que la felicidad radica en la
asunción de los valores seguros y profundos, entendemos fácilmente que, cuanto
más nos vaciamos de fardos y cargas inútiles, más disponibles nos encontramos
para descubrir las riquezas verdaderas y, ad hiriéndonos a ellas, ampliamos el
horizonte de una felicidad no soñada todavía: <<Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados, dichosos los
que ahora lloráis, porque reiréis>.
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