Dice la Escritura que el hombre fue creado a
imagen y semejanza de Dios. Hay, pues, una similitud natural e inalienable
entre ambos. Podemos afirmar: el hombre se parece a Dios. Si es así por
naturaleza, y el hombre pretende mantener alguna relación personal con Dios -cómo
beneficiarse de esa relación- tiene que, forzosamente, mantener la similitud al
máximo posible, tanto en el ser como en el actuar. El hombre se parece a Dios y
vive a semejanza de él.
Por la Encarnación nuestra similitud
con Dios ha mejorado en gran medida: << El primer hombre, Adán, fue un ser
animado. El último Adán, un espíritu que da vida>>. La doble semejanza
(una por la creación, otra para la redención) nos debe motivar doblemente con
fuerza para hacer las obras a semejanza
de como las hace Dios.
Nada extraño, por consiguiente, que
Jesús nos exhorte a obrar como el Padre del cielo. Después de habernos mandado
amar a los enemigos, prestar sin intención de desquitarse, hacer con los demás
lo que queremos que nos hagan, añade con solemnidad: <<Sed compasivos
como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados. No
condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados>>. Aquí, Jesús parece que invierte
las secuencias. Como si dijera: mirad como suele hacerlo Dios. Hacedlo vosotros
igual, para aseguraros de que así lo hará él con vosotros.
Imprimir artículo
No hay comentarios:
Publicar un comentario