El hombre siempre ha topado con sus límites. Llega un
momento en el que se han agotado sus capacidades y no puede ir más allá. Es, quizá
por eso, que lleva inscrita en su naturaleza la necesidad de traspasar aquellos
límites y buscar, fuera del tiempo presente, un mundo sin límites donde puedan
realizarse las aspiraciones de felicidad infinita. Es lo que nos vino a
proponer Jesús: romper los muros que nos encajonan en este mundo y dar un salto
hacia la órbita de Dios.
Lo leemos
en el salmo 29: << Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir
cuando bajaba a la fosa>>. El libro del Apocalipsis nos invita a mirar,
con el apóstol Juan, aquel mundo del más allá: <<Yo, Juan, en la visión escuché
la voz de muchos ángeles: eran millares y millones alrededor del trono y de los
vivientes y de los ancianos, y decían con voz potente: "Digno es el
Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el
honor, la gloria y la alabanza>>.
Después de la
resurrección, los apóstoles comenzaron anunciar a todos aquel mundo nuevo que
les había descubierto Jesús, y aquellos que vivían encerrados en el mundo
limitado presente los persiguieron encarnizadamente: Los hicieron comparecer y
les dijeron: << ¿No os habíamos prohibido formalmente enseñar en nombre
de ese? (...) Pedro y los apóstoles replicaron: "Hay que obedecer a Dios
antes que a los hombres. El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús, a quien
vosotros matasteis colgándolo de un madero>>. Desde entonces la lucha sin
tregua, entre los miopes que se encierran en el mundo estrecho y limitado en
que vivimos, y los que han llegado a la sabiduría de una esperanza sin límites,
no se ha detenido nunca. Somos testigos. Ahora
mismo, una cultura explícita de laicismo radical intenta ahogar en el pueblo
toda aspiración espiritual y trascendente. Pero nosotros lo tenemos claro: >>Hay
que obedecer a Dios antes que a los hombres>>.
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