La plenitud de una
vida hasta un grado infinito, no se da aquí en la tierra. No la de Jesús en su
humanidad, y menos aún la nuestra. La trayectoria de Jesús en la tierra se
parece mucho a la de algunas personas, que no se ve coronada por un éxito
brillante, sino oscurecida por la nube de un gran fracaso. Pero Jesús había
enrolado su vida a un proceso del todo positivo, que apuntaba al enriquecimiento sin límites. Y así, cumplida
su misión, <<Mientras los bendecía, se alejó de ellos, subiendo hacia el cielo>>.
Su plenitud tuvo lugar a la derecha del Padre.
Los apóstoles
comenzaron su labor misionera en medio de una persecución implacable, y de
reproches múltiples. A veces no se pudieron librar de ser apaleados. San Pablo
lo vivió en sus propias carnes y, cuando escribe a los Efesios, se esfuerza en
prevenirlos por lo que pueda venir, y para que no esperen su bienestar y su
plenitud en nada de aquí abajo: << Hermanos: Que el Dios de nuestro Señor
Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación
para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón, para que comprendáis cual
es la esperanza a la que os llama, cual la riqueza de gloria que da en herencia
a los santos>>.
Esta historia y la doctrina que contiene
expresa claramente el proceso que nos toca seguir: la fe en Jesús nos ofrece en
este mundo un comienzo, una cata, que consiste en la serenidad propia de quien
sabe a donde va, qué camino lleva a él, y de qué medios disponemos para poderlo
seguir con constancia. El resto, hasta
la plenitud, tendrá lugar en la llegada, cuando también seremos llevados al
cielo, junto con Cristo. Por ahora, lo vivimos en la esperanza.
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