No es de extrañar que el hombre no pare de querer saber,
porque el objeto final a conocer es infinito. Desde que tenemos noticia de un
ser pensante sobre la tierra el progreso en el conocimiento no se ha detenido
nunca. Cuando pensamos conocer bastante bien - no del todo, por cierto- nuestro
habitáculo de la tierra, nos arriesgamos a querer indagar el universo: viajes a
la luna, telescopios potentísimos, vehículos no tripulados, estación espacial,
satélites artificiales alrededor de la
tierra y de Marte. ¿Por qué todo esto? ¿No será que la vocación del ser humano
es la de lograr algún grado de conocimiento sin límites que tiene por objeto,
con la ayuda de una sabiduría que nos trasciende, a Alguien infinito y
absoluto?
La ciencia
humana no ha creado nada, debido a su
incapacidad para hacerlo y a que ya todo está creado. La ciencia se
limita estrictamente a descubrir lo que hay y las leyes que lo gobiernan. Por
ejemplo: la electricidad y el átomo siempre han existido, así como las leyes que
los gobiernan. Toda la tarea de la ciencia ha consistido en descubrir aquellas
realidades y aplicarlas a los usos convenientes. La biología será capaz de
transformar algunas condiciones de vida. Podrá sacar una vida de otra vida,
pero nunca podrá crear de nuevo una vida de la materia muerta. El hombre es
usufructuario de lo que hay, y punto.
Pero la
vocación a conocer más, persiste. Es el anhelo, a menudo inconsciente, de
conocer la naturaleza del Absoluto, la naturaleza de Dios. La revelación
escrita nos ayuda a saber algo en este sentido: nos habla de Dios uno (una sola
naturaleza) en tres personas; donde el Pensamiento, la Palabra y el Amor de un
solo Sujeto Absoluto tienen, cada uno, personalidad propia. Lo sabemos por la revelación y lo creemos
por la fe, pero, tal como leemos en el Evangelio de San Juan: << Cuando
venga él, el Espíritu de verdad, os guiará hasta la verdad plena >>.
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