Durante la primera
mitad del siglo XX vivíamos todos juntos la cultura de la hospitalidad: la
puerta de casa quedaba abierta hasta la hora de acostarse, los necesitados nos
encontraban dispuestos a la ayuda inmediata y los vecinos hacían entre ellos
vida sinceramente abierta a todo lo que fuera necesario. Ahora, no. Ahora
vivimos una cultura del aislamiento. Nuestras puertas, siempre cerradas,
señalan un estado de ánimo también cerrado, producido por la inseguridad y el
riesgo. A menudo, los vecinos de escalera o de rellano, se tratan como
desconocidos, por causa de un individualismo generalizado.
¿Qué nos
hemos perdido, por el camino? << Abraham (...) vio a tres hombres en pie
frente a él. (...) Al verlos (…) se prosternó en tierra, diciendo: Señor, si he
alcanzado tu favor, no pases de largo
junto a tu siervo. Haré que traigan agua para que os lavéis los pies y descanséis
junto al árbol>>. Luego los invitó a comer. Cuando todo estaba a punto,
<<Tomó también cuajada, leche, el ternero guisado y se lo sirvió>>.
Después le dijeron: Cuando vuelva a ti, dentro del tiempo de costumbre, Sara
(que era estéril), habrá tenido un hijo>>.
A Jesús, en
su tiempo, << Una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Ésta tenía
una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su
palabra. Y Marta se multiplicaba para
dar abasto con el servicio; hasta que se paró y dijo: Señor, ¿no te importa que
mi hermana me haya dejado sola con el servicio?>>. Entre las dos hermanas
hacen una acogida perfecta. Una se ocupa de la necesidad del transeúnte y le da
respuesta diligente, y la otra, con la misma diligencia, se aprovecha de la
sabiduría y bondad del recién llegado.
Por eso dice Jesús a Marta: <<María ha escogido la parte mejor >>.
Seguro que, en la hospitalidad, en el fondo, el que acoge, es siempre quien
sale más beneficiado.
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