Nos importa mucho saber quiénes son esos otros, porque
entran de lleno en la respuesta a la pregunta principal: << ¿Maestro,
¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna? >>. En la ley leemos:
<<Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda el alma y con
todas las fuerzas, con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo>>. Entonces, queda claro que,
para tener la vida eterna, necesitamos dos cosas bien concretas: amar a Dios y
amar a los demás.
Parece que
tenemos clara la primera cuestión (amar a Dios). Al menos, así se deduce de la
postura del interlocutor de Jesús en el Evangelio de hoy, que pregunta
solamente: << ¿Y quién es mi prójimo? >>. Quizás es alguien <<que
cayó en manos de unos bandidos que lo desnudaron, lo molieron a palos y se
marcharon dejándolo medio muerto>>. Ahora tenemos entre nosotros muchos
depredadores y muy poderosos. Es una de las razones para que sea más fácil
encontrar y reconocer a los otros que hemos de amar, porque en muchos lugares hay
mucha gente tirada en la calle, medio muerta de hambre, de vergüenza o de
miedo, mientras acaba de pasar de largo por la otra parte una retahíla de
personas (también sacerdotes y levitas), que van directamente a sus asuntos.
Reconocer
al otro que debemos amar significa implicarse seriamente en su salvación, de la
situación en la que se encuentra: << Un samaritano que iba de viaje,
cuando llegó a donde estaba él y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le
vendó las heridas, echándole aceite y vino, y, montándolo en su propia
cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó>>. Hay algunos de los nuestros que van a recorrer los caminos para
ocuparse de los malheridos que yacen abandonados y medio muertos. Ellos no se
conforman con encontrar al otro, sino que lo buscan.
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