Hay en la historia personalidades que han dejado un rastro
imborrable. Unos han sido positivos, marcando un itinerario de verdad y de bien,
que ha llevado a la humanidad a lograr cambios irreversibles en el
comportamiento de los pueblos y de toda la humanidad; y otros, con su rastro de
falsedad y de maldad, han propiciado el atasco o el retroceso, en la vida de
aquellos que han sufrido su influencia. Ninguna de esas personalidades ha
restado indiferente para la gente de su tiempo. Todo el mundo se ha definido
ante aquellas personas, o a favor o en contra. Los personajes de la verdad y
del bien se han mantenido fieles a su programa, y algunos han dado la vida
por defenderlo. Los otros han masticado finalmente su fracaso, y han
decepcionado a sus seguidores.
Al profeta
Jeremías, que reprochaba al pueblo su malvivir, los contrarios le habían
decretado la muerte. << ¡Muera ese Jeremías! >> -dijeron entre
ellos. El rey no supo defenderlo y les dijo: <<Ahí lo tenéis, en vuestro
poder: el rey no puede nada contra vosotros (...) Ellos cogieron a Jeremías y
lo arrojaron en e aljibe de Malaquías, príncipe real. (...) Jeremías se hundió
en el lodo>>. Pero Dios, valiéndose de Abdemèlec, un hombre del palacio
real, lo liberó. Así, Jeremías se convirtió en uno de los grandes personajes
que favoreció el progreso espiritual y humano de Israel.
El gran personaje de la
historia, sin embargo, es Jesús. Él ha venido a cambiar las cosas: a sacar los
corazones de la modorra, del conformismo, de la falsedad, de la maldad. Él
mismo afirma: << He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá
estuviera ya ardiendo! (...) ¿Pensáis
que he venido a traer al mundo la paz? No, sino división>>. Durante los siglos
hemos podido comprobar cómo el mensaje de Jesús ha provocado -y lo hace
todavía- la división y la pugna sangrienta entre la verdad y el bien, de una parte,
y la falsedad y el mal, de la otra. Nosotros
ya nos habremos definido, a estas alturas, de qué parte estamos y hasta dónde
estamos dispuestos a llevar nuestra coherencia y valentía.
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