El místico es el gran
orante. La oración es el lugar y la forma o estilo del encuentro para el coloquio y la comunión con Dios. Allí, como
dice san Juan Crisóstomo, "el alma que tiende hacia Dios es ilustrada por la inefable luz de él".
Cuando alguien descubre y prueba aquel misterio de relación, hace de la oración
la tarea de su vida. Todo le sirve para ponerse en comunión con Dios y nada le
estorba para encontrar el silencio y la soledad necesarios, porque, como dice
san Juan de la Cruz, "Ya no guardo ganado, ni ya tengo Otro oficio, que ya
sólo en amar es mi ejercicio".
Está claro que aquí no entendemos por oración recitar
unas fórmulas o dedicar un tiempo concreto a la oración -que también, y cuanto
más tiempo podamos mejor- “sino una vida orante, la oración que se realiza en
el corazón, (...) que, de noche y de día, está en actividad incesante”. (S. J. Crisóstomo).
Se aprende a tener la mente en Dios también en medio de las actividades propias
de su estado. El deseo y el recuerdo de Dios se convierten entonces en una
unción sagrada que endulza y magnifica todo lo que tocamos y hacemos.
Dice S. J. Crisóstomo: "La oración es la luz del
alma, un conocimiento auténtico de Dios". No pensamos, sin embargo, que
sea un conocimiento teológico o catequístico que nos permita saber y poder
contar cosas sobre Dios, sino una certeza oscura, un rayo de tiniebla, como
diría el pseudo Dionisio, un conocimiento experimental del Ser inefable de
Dios, porque , como dice el Areopagita: “Dios está más allá de cualquier
afirmación o negación”. Es el corazón, más que la mente, y el núcleo del ser,
mejor que los sentimientos, que es invadido por las tiniebla luminosas del
conocimiento auténtico de Dios.
Termino con esta admirable doctrina de S. J. Crisóstomo:
"La oración es un desear a Dios, es una piedad inefable. No cumplida por
hombres, sino salida de la gracia divina. (...) El que lo ha probado se ve
tomado de un anhelo sin límites de poseer al Señor. Es como si un fuego abrasador
le quemara el espíritu”.
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