La tierra gira alrededor
del sol y no lo sabe. Los hombres que habitan la tierra tampoco lo sabían hasta
hace poco. La causa de este movimiento no viene de la tierra sino del sol por
razón de la ley de gravedad, y el beneficiario de la rotación no es el sol, que
para nada necesita de la tierra, sino la tierra, que vive y se nutre de la
presencia y los efluvios solares. Ahora, en astronomía, este hecho ya es
evidente.
El hombre, ser espiritual además de material, ha
especulado siempre sobre su situación real respecto de Dios. Ha razonado, en
todas las culturas, sobre un Ser trascendente, allí; y sobre él mismo, aquí.
Pero, a diferencia de los grandes astrónomos, el hombre rechazó o no ha sabido
emplear cuidadosamente la ciencia empírica
-la experimentación-
para averiguar su situación respecto de Dios. En la práctica y de manera
inconsciente, muchos hombres todavía viven en el mito según el cual todo gira
en torno a ellos. Dios incluido.
La excepción universal es la Biblia: narración
interpretativa y vivida de la presencia y de la actuación de Dios en el proceso
histórico humano. Después han venido sus lectores y comentaristas que, a
menudo, no han sabido ver el tuétano y el hilo conductor y han subido por
senderos de interpretación dialéctica y, quizás, racionalista, que han
conducido a prácticas moralistas y a mentalidades radicalizadas, carentes de
libertad.
Los místicos, desde los Padres más antiguos hasta hoy,
han mantenido firme la visión copernicana de la relación entre el hombre y
Dios. Así, leemos en S. Ireneo: Al
principio, si Dios formó al hombre, no fue porque lo necesitara; lo hizo por
poseer alguien a quien conceder sus beneficios. [...] Dios no necesita nada; el
hombre, en cambio, necesita la unión con Dios. [...] La gloria del hombre
consiste en permanecer y perseverar en el servicio de Dios.
Para los místicos todo el asunto humano consiste en
permanecer en la órbita de Dios por el vínculo de la fe, y girar a su alrededor
por la fuerza de gravedad, que es el amor. Amor que es el servicio que Él
espera de nosotros: Es amor lo que
quiero, y no holocaustos ni sacrificios. S. Juan de la Cruz nos enseña a
vivir ante Dios con advertencia amorosa. Advertencia amorosa que, se supone, no
es un acto, sino una actitud, un estilo ontológico de vivir.
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