La hipótesis de que la
vida humana se terminara en este mundo, con la muerte del cuerpo, -cosa que no
repugna, si prescindimos por un momento de la revelación bíblica- sería sobrecogedora para el hombre que, dada
la trayectoria histórica de su paso por esta tierra, siempre se ha esforzado
para sobrevivir en el más allá.
El supuesto que comentamos, con todo, no iría de ningún modo en contra de la fe en un solo
Dios Creador y Señor; que podría, si quisiera, haber creado al hombre con unas
condiciones y finalidades diferentes de las que encontramos en la revelación,
lo que no volvería absolutamente la vida humana en dramática y sin sentido.
Incluso en unas circunstancias tan diferentes, nuestra
vida sería un don inefable que deberíamos invertir generosa y gratuitamente en
alabanza del Creador, agradeciéndole, sin cesar, que nos hubiera dado una vida
de una calidad tan alta, que nos permitiera conocerle, amarlo, adorarlo y
alabarlo.
Cuanto más ahora, nuestra vida debería convertirse en una
liturgia permanente. Propiamente hablando, la tarea más noble que podemos
emprender y el sentido más profundo que podemos dar a nuestra vida consiste en
maravillarnos y ensimismarse ante la grandeza y la gloria del Dios inefable e
incomprensible, autor del cosmos y de la vida, , que sí conocemos, en parte.
Porque la alabanza de Dios, la acción de gracias, la adoración y el amor que le
tributamos, son "dignos, equitativos y saludables", tal como lo
expresamos al inicio del Prefacio.
Quizás sí que es esta liturgia permanente y gratuita -sin
buscar ningún provecho personal- lo que Dios espera de nosotros, como sabemos
que lo han entendido algunos santos, muy especialmente San Juan de la Cruz, de
quien leemos: "De manera que ya, su
obrar, de humano, se haya vuelto en divino, que es lo que se alcanza en estado
de unión, en el cual el alma no sirve de
otra cosa sino de altar, en que Dios es adorado en alabanza y amor, y sólo Dios
en ella está ".
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