Además de la oración
vocal, que consiste en repetir fórmulas o expresar verbalmente o por lo menos
mentalmente algunas peticiones, sentimientos y afectos; y de la conocida
oración mental que, como sabemos, se da siempre que razonamos y discurrimos
sobre la vida de Jesús, Santa María o los santos, o cualquiera de los misterios
de la religión, con intención de mover la voluntad a imitar aquellas vidas; para corregir las propias faltas y esforzarse en la práctica de las
virtudes; existe además la oración que los místicos llaman contemplación, la
cual, por su espiritual perfección, es apta para elevar el alma a la unión con
Dios.
Contemplar es quedarse quieto, silencioso y receptivo delante
de Dios o de alguno de sus misterios, intentando evitar toda actividad mental y
volitiva que no sea escuchar y disponerse a recibir. Para San Buenaventura, la
contemplación se hace: "Por la fe,
la esperanza y la caridad; por la devoción y la admiración, el aprecio, la
alabanza y la alegría". A continuación, el santo nos hace una
advertencia muy necesaria, si realmente estamos llamados a la contemplación y
queremos perseverar en la misma. Dice así: "En
este caso, si es perfecto (es decir: si de verdad es contemplación), es
necesario abandonar todas las operaciones
intelectuales, y que todo el afecto sea transportado íntegramente a Dios
y transformado en él".
Es doctrina común entre a los maestros espirituales que
la llamada a la contemplación viene exclusivamente de Dios y es un don suyo, aunque
no restringido, sino muy generalizado, si el sujeto reúne los condiciones. Leemos
en el mismo san Buenaventura: "Pero
esto es algo místico y muy secreto que no conoce nadie, salvo quien lo ha
recibido, nadie lo ha recibido, sino el que lo ha deseado, y sólo lo desean
aquellos y aquellas que se ven encendidos totalmente por el fuego del Espíritu
Santo".
Y, si deseamos saber más del qué y del cómo de la
contemplación, no nos podemos perder este maravilloso y último fragmento del
santo: "Ahora, si preguntas como ha
sucedido todo esto, pregunta a la gracia, no a la doctrina; al deseo, no a la
inteligencia; al gemido de la oración, no al afán de la lectura; al Esposo, no
al maestro; a Dios, no al hombre, a la oscuridad, y no a la evidencia; no a la
luz, sino al fuego que lo quema todo y que transporta a Dios por una unción
casi excesiva y por un amor muy ardiente".
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