¡Que belleza, que
regalo de Dios, el rocío de una mañana calurosa de verano! ¡Qué gozada, el sol
de una primavera incipiente! Pero, ni el sol ni el rocío pueden acariciar
eficazmente al capullo todavía cerrado, por más que se difundan generosamente. Su
caricia, en este supuesto, no puede ir más allá de un roce superficial.
Digo esto, para hablar de un corazón abierto al
Trascendente, de un corazón que se deja arrullar por la presencia amorosa de
Quien Es y de Quien lo llena todo. Más que el sol y más que el rocío. Los
creyentes hablamos frecuentemente de oración y nos ocupamos de ella; pero, no
todos ni siempre, entendemos la oración en su sentido genuino, que se reduce a
un encuentro amoroso entre la creatura y su Creador, entre el que no es y El
Que Es, entre nuestro frío y el calor divino.
La oración, bien entendida, no es sino una historia de
llamada y de respuesta, de declaración de amor y de consentimiento. La
iniciativa, la llamada, la declaración viene siempre de Dios y se dirige a toda
criatura. La propia existencia es la prueba más evidente: hemos sido llamados a
la existencia. No cabe más sentido definitivo a nuestra vida que el ser
acogidos y elevados a la belleza, a la verdad y al amor; hasta llegar a la
órbita de Dios, donde la diversidad se resuelve en perfecta unidad y armonía.
Entendida así, la
oración se convierte, no sólo en fácil y atractiva, sino también indispensable
y vital. Es una relación de tú a tú, programada para la realización personal de
la criatura, es un dar y recibir, es un encontrarse en plenitud. Si todo el
cosmos está llamado a transformarse en unidad, por virtud del que es Uno, la
persona humana, como síntesis de todo lo material, entra de lleno en la
quintaesencia de aquella Unidad. Bienaventurado aquel que encuentra paréntesis de
tiempo y de silencio, para hacer la prueba de la oración de acogida, la oración
del corazón.
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