Marcados por una
experiencia religiosa no demasiado correcta, se ha instalado en la conciencia
de muchos una imagen de Dios sesgada: un Dios lejano que ejerce el dominio y el
poder, que se hace adorar y exige respeto y obediencia, que mira con recelo
nuestras actividades y procura descubrir todos nuestros fallos, para volver las
cosas al orden, con la consiguiente reparación.
Otros han bajado a fondo dentro de ellos mismos y han
descubierto otra imagen de Dios muy diferente. Se han dado cuenta de que no
hacen falta argumentos irrefutables para creer que Él está presente
inevitablemente en lo más íntimo, que es como la roca donde ampararse, la
fuente de donde brota la vida, la raíz de todo lo que somos y seremos. Ya no
necesitamos maestros para convencernos, porque lo hemos descubierto por
nosotros mismos. No es ya el Dios lejano, sino el Dios que está en nosotros; no
es solamente el Dios de los cielos, sino nuestro Dios. Ahora conocemos que la
religión está hecha de fe, de esperanza y de amor, que lo más importante de
ella es el tú a tú en lo más profundo del corazón.
Desde este estado entendemos lo que dicen los profetas
cuando explican que Dios les ha hablado, que han visto a Dios, que Dios les ha
enviado, que Dios ha prometido. Todo esto ocurrió de la manera más natural y
evidente en el interior de sus corazones. Entendemos también a Jesús cuando
habla del Padre Dios que busca amorosamente al hijo perdido. Toda la Biblia, y
los Evangelios más concretamente, son el libro de la vida. Nos llena de gozo ir
descubriendo de una manera alucinante, no unas teorías o una doctrina sobre
Dios, sino al Dios vivo que acompaña amorosamente al pueblo y se pone a su lado
para hacerlo libre y feliz.
Hemos encontrado el camino para abrirnos a Dios y hacer
la experiencia de su presencia: romper la costra de nuestros prejuicios, porque
la verdad, la belleza, la alegría, la paz y todo lo que hay de bueno bajo el
cielo, pueda hallar entrada y cabida en
nosotros.
Es ahora cuando
empezamos a desear que Dios nos hable directamente en el silencio del corazón,
que nos deje sentir su presencia, que nos toque por dentro, que su aliento nos
otorgue la confianza, que su calor nos haga crecer y que, tanto nuestro
presente como el futuro, encuentren pleno sentido en su acogida amorosa.
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