Hablamos de un silencio
vivo, activo y expectante. Gracias a él podemos entrar en el núcleo más íntimo
de nosotros mismos y encontrarnos allí, secretamente, con el Otro. Es un
silencio expectante y receptor, que nos permite vivir la esperanza teologal de
poder percibir y gustar lo que ya poseemos en la oscuridad de la fe.
Pasa como cuando alguien está quieto y retiene el aliento
para poder oír los pasos de la persona amada a quien espera y que se está
acercando. Se trata no de pensar minuciosamente en la grandeza y las virtudes
de aquel a quien esperamos, sino de amarlo por una decisión libre de la
voluntad, debido a la fascinación de la presencia anunciada.
Todo pasa bajo la luz tenebrosa de la fe que nos guía
hacia la única intención de dejarse encontrar y conducir; por cuanto tenemos
asumido que, para encontrarnos con Dios, el razonamiento, en la situación
supuesta, es un grave estorbo, y que el abandono en el amor permanece como el
solo camino posible de acercamiento.
Entrar en el silencio activo ante Dios es como guarecerse
al sol cuando se necesita calor: es estar quieto, ocupado sólo en dejarse
acariciar por el calor. Es un silencio parecido a la actitud de la tierra
reseca, cuando empieza a caer la lluvia suave y amorosa que la sazona.
Podríamos estar así en silencio, sin pedir nada, sin
pensar en nada. Sólo estar ... Ejercitar la sola fe con un acto simplicísimo de
aceptación de lo que no vemos ni entendemos. Sabemos que la fe contiene un
tesoro, pero no sabemos cómo es. Sabemos que nuestra fe es la aceptación
voluntaria de Dios, que contiene a Dios. Sin embargo no sabemos cómo es Él.
Nuestro conocimiento de Dios se limita a entenderlo como
el BIEN, como el BIEN ABSOLUTO, como la FUENTE de todo otro bien. De este
conocimiento surge la respuesta: un ferviente impulso hacia el BIEN para
nosotros y para toda la creación.
Es el impulso del amor,
fascinado el corazón por la atracción irresistible del BIEN TOTAL.
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