El abuelo Antón tocaba el
violín en la Copla de la villa, desde muy joven, y lo siguió haciendo, hasta
que ya no pudo más por el peso de los años y los achaques. Un día, su hijo, el
heredero, no pudiendo soportar más la presencia de aquel instrumento tan
querido y tan estrechamente vinculado al padre -hombre de grandes cualidades
humanas y artísticas- y, comprendiendo que ya no lo tocaría más, cuando el
abuelo se arrellanó en la cama de donde ya no saldría, cogió el violín, pidió a
sus hijos pequeños, Martín y Rosa, que le acompañaran hasta arriba, en el
desván de su casa. Una vez allí, el hombre colgó el violín a un clavo de la
viga comunera y dijo a sus hijos: Mirad, hijos míos, aquí guardaremos el violín
del abuelo como un tierno recuerdo de su bondad y de su magnífico arte musical
y, cuando subamos, será como si le escucháramos tocar. Abajo, en la sala, nos
recordaría demasiado que lo hemos perdido. Los niños lo entendieron y
estuvieron de acuerdo. Pocos días después, el abuelo murió y, desde entonces,
el violín no paró de recibir visitas del hijo y de los nietos.
Esta historia es bastante humana y conmovedora. No
sabemos si alguno de los nietos, más tarde, optó o no por seguir las huellas
del abuelo en la afición por la música y por tocar el violín. Si lo hicieron,
al cabo de mucho tiempo, lo debieron encontrar destemplado, oxidado, desafinado,
casi imposible de volver a dar la música de antes.
Sea como sea, a mí me recuerda que nuestra vida se
parecerá a aquel violín. Si pasamos tiempo sin usarla en el sentido más
positivo, si nuestra mente y nuestro corazón viven embelesados en un materialismo consentido o
en un egocentrismo excluyente, y nos sentimos aburridos con respecto a los
demás y sin alicientes en la búsqueda del conocimiento y del bien espiritual;
si en nuestra vida de oración y de unión con el Dios vivo optamos por la
discontinuidad y la dejadez, si nuestro corazón no se afana para entonar
siempre un "canto nuevo" al Amado de nuestra alma, cuando lo queramos
hacer nos saldrá una melodía desafinada y nos faltará la agilidad necesaria
para conectar con la belleza mística interior y, aún más, con los demás y
nuestro entorno.
En lugar de colgar el violín de nuestra vida en el desván
de la mente, lo tenemos que usar a diario y en toda ocasión, con el fin de
poner música a nuestras alegrías y tristezas y a los dolores y soledades de los
demás. Debemos vivir con atención y disponibilidad constantes, para poder
recibir de Dios la inspiración necesaria y poder dar la nota exacta en el
momento oportuno.
El buen Dios, las personas que tratamos y el mismo
universo en el que vivimos aplaudirán la singular melodía de nuestra vida y
ella se mantendrá siempre afinada y a punto. Cada uno de nosotros somos como un
espléndido instrumento musical en el gran concierto de la historia y de la
creación entera.
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