Entendimiento, en
lenguaje universal; sabiduría en términos bíblicos; cordura en buen español. Si
lo conseguimos, ¿que podríamos decir que
nos falta? Porque el entendimiento, el sentido común es el mejor don que puede
pretender un ser humano. Este
concepto no tiene gran cosa que ver con la ciencia empírica, ni siquiera con lo
que llamamos cultura. Hay científicos -no todos por cierto- que tienen salidas
más propias de un imbécil. Los de semejante tipo saben muchas cosas, pero no
tienen cordura.
La sabiduría, el entendimiento, la cordura, son más bien
el conocimiento de la esencia de las cosas y de los acontecimientos. Es la valoración
de cada cosa y sus circunstancias; es sopesar la situación del sujeto en el
momento presente, dadas las concomitancias; es el juicio justo de los actos y
sus consecuencias. Es aquella luz indispensable para saber administrar la
propia vida con todos sus valores, y los bienes temporales con su significado y
su destino natural y justo.
El Evangelio nos ofrece una lección práctica de este
asunto, cuando un joven se interesa ante Jesús por la mejor de las cosas
deseables: entrar en el Reino de Dios y alcanzar la vida eterna. Jesús le
informa que la decisión más radical y segura es sanear su vida -lo que dice que
ya hace- y, para mayor seguridad y mayor
abundancia, vender todas sus pertenencias, dar ese importe a los pobres y
comprometerse en el seguimiento de Jesús, que vive para los demás, en una sola
dirección: el amor a Dios en el que todos y todo logran su desempeño en la
unidad cósmica del Reino.
La prueba del nuevo, pues, para conocer el nivel de
nuestro juicio, tiene una doble vertiente: la coherencia de nuestra vida
personal, de una parte, y la generosidad en el uso y la administración de
nuestros bienes temporales, de otra. La coherencia de la vida no se reduce de
ninguna manera al comportamiento moral, aunque sea estricto, sino que pide un
comportamiento positivo, que no es nada menos que una puesta al servicio de los
demás de todas nuestras cualidades humanas, allí ya favor de quien tenga una
necesidad, que esté a nuestro alcance mejorar.
En cuanto a la administración de nuestros bienes, la
sabiduría nos enseña y nos mueve a darles el destino natural que les es
inherente: el servicio de todos los hombres, privilegiando a los menos
favorecidos. Y es la misma sabiduría la que nos muestra el camino. Camino que
debemos seguir con dos pies: el de la austeridad, reservando para nosotros
justo lo necesario, y el de la generosidad, compartiendo magnánimamente todo
aquello de que podamos prescindir.
Quien obra así, ha entrado en el Reino de Dios. Sólo le
falta el coronamiento en el reino de los cielos. Pero, ¿quién será capaz si no
ha sido instruido desde arriba por la misma Sabiduría?
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