Samuel es un monje de
vida contemplativa. Encima del lavabo de su celda cuelga un espejo vetusto y algo destartalado
que, con todo, le presta el servicio suficiente para afeitarse cuidadosamente y
tener cuidado de su presentación ante la comunidad.
Un día se dio cuenta, sin embargo, que estaba un poco
empañado, descuidado y sucio, pero, como le seguía haciendo el servicio, ni
siquiera se había dado cuenta, absorto como estaba en el cielo de su vida
interior. Observó que la eficacia del espejo en mal estado dependía, más que
nada, de su buena iluminación. Sin embargo, decidió hacerle una buena limpieza;
al menos, por pulcritud y propia estima. Cuando terminó, el espejo estaba
resplandeciente y daba gusto verlo. ¿Cómo lo había podido tener tanto tiempo
así? -se reprochó-. Y apagó la luz. Se lo volvió a mirar y constató que apenas
se veía la cara.
Aquella sencilla experiencia le abrió los ojos y
comprendió, una vez más, que la eficacia del espejo no dependía tanto de su limpieza
como de la luz que batía encima de él y de su propia cara. De golpe, se sintió
interiormente iluminado y le fue revelada una verdad en la que nunca había
caído, y que ahora se le hacía evidente para su vida interior contemplativa.
Él siempre se había esforzado para que su alma fuera como
un espejo que reflejara la verdad, el bien y la virtud. En definitiva que fuera
un reflejo del mismo Dios infinitamente bueno y bello; y lo había hecho con una
voluntad decidida de limpiarse de todo mal y revestirse de todo bien. Con otras
palabras, había querido lustrar su alma y su vida, para que pudiera ser un fiel
reflejo de la santidad de Dios. Ahora caía en la cuenta de que su capacidad de
reflejar espléndidamente a Dios no vendría tanto de la limpieza y del bruñido
que él le pudiera dar con su esfuerzo, como de la intensidad con que su alma,
su vida, fuera iluminada. En serio: la eficacia iluminadora de su vida no podía sino ser
proporcional al esplendor de la luz divina sobre ella.
Fue tanta la clarividencia de esta verdad que se dispuso
a cambiar radicalmente la orientación fundamental de su vida. Desde ese momento
empezó a considerarse a sí mismo como una ventana abierta, como una estancia
disponible y receptora de toda verdad, de todo bien, de toda luz que viene de
Dios. Se dispuso a desear y a esperar esa luz, con la plena convicción de que
aquella higiene interior que tanto había deseado y luchado para conseguir, se
produciría sin esfuerzo, por cuanto toda suciedad es abrasada por el fuego,
toda frialdad es calentada y toda oscuridad expulsada por la luz.
La vida interior de Samuel y su proyección exterior
comenzó a cambiar, hasta el punto de que no pasó desapercibida ante sus
hermanos. Algunos le preguntaban, qué le había pasado.
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