La señora Cecilia tenía horas libres, más que nunca los
fines de semana, después de cumplir con dedicación su labor de profesora. Tenía
también una inquietud religiosa nunca del todo satisfecha, desde su
adolescencia, cuando aquella catequesis de Confirmación le entró tan adentro,
con un deseo insaciable de conocer a Dios y el misterio de nuestra relación con
él.
Supo que había, cerca de su residencia, una oferta de
enseñanza de Teología a cargo de unos profesores cualificados y de buen nombre.
No dudó ni un momento. Pasó por la oficina y formalizó la inscripción. El
contrato pedía asistir a las clases impartidas todos los sábados, hacerse con
el libro de texto y pasar unos exámenes anuales. Cumplidas las horas que exigía
el programa y superados con éxito los exámenes, le sería entregado un diploma,
que la autorizaría a regentar clases de Religión.
Cumplidas las condiciones y obtenido el Diploma, se paró
a pensar y llegó a la conclusión de que, si bien había disfrutado con los
nuevos conocimientos y ahora sabía muchas más cosas, no veía saciado su deseo
de conocer a Dios. La Biblia misma –pensaba entre si- era una recopilación
admirable de pensamientos humanos asistidos, sobre Dios; pero, ni con los
estudios teológicos, ni con la lectura devota de la Biblia, su pobre
conocimiento de Dios había mejorado sustancialmente. Esta conclusión le produjo
un sentimiento de frustración y desencanto.
No se dio por vencida y se tomó un fin de semana, para un
retiro en soledad. Allí se le hizo la luz. Y pensó: "Dios está en todo, y
me es imposible contemplarlo; Él me pide
constantemente mi amor y no lo siento; el cielo y la tierra no lo pueden
contener y sin embargo se manifiesta en todas las cosas. Dios es tan inmenso
que no puede ser conocido por nadie más, que por él solo".
Entonces fue cuando llegó a una conclusión y se calmó la
inquietud de su conciencia; y entró en una paz y bienestar que nunca había
sentido: “No nos es posible ni nos hace falta conocer a Dios; nos basta con la
aceptación por la fe, de su existencia. No nos será nunca posible contemplarlo
en esta vida, ni oír su voz. Ni lo necesitamos, porque nos basta con aceptar su
amor y con disponernos a su iluminación, cuando él nos quiera dar a conocer,
por intuición mística, la realidad insondable de su presencia en nosotros y en
el mundo entero”. Junto con estas consideraciones, tuvo la certeza de que, sólo
gracias a la Catequesis, el estudio de la teología y al uso piadoso de la
Biblia, le había sido posible saber que el conocimiento de Dios está fuera de
nuestro alcance y que nos basta con creer
y esperar en él, dejándonos amar y amándolo.
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