Alcanzar a Dios ha sido y
es el reto más fuerte de todas las generaciones -al menos de sus miembros más
despiertos- de las que tenemos algún conocimiento o referencia histórica. Estas
referencias persisten, además de los legados escritos, en fastuosos monumentos
en forma de templos principalmente y, más modestamente en forma de mausoleos o
sencillas necrópolis. En cuanto a los escritos, son de todos conocidos los
libros sagrados de cada una de las religiones y los ceremoniales litúrgicos más
admirables y también, en muchas culturas, sumamente extraños y primitivos. Las
prácticas sacrificiales, ascéticas y morales se han multiplicado generosamente,
desde la propia inmolación en el martirio, hasta la mística contemplación,
pasando por las órdenes religiosas más estrictas y las prácticas más generosas,
renunciando a todo y a sí mismo en beneficio de los otros más necesitados.
Todo esto y más, se ha hecho y se hace con un objetivo
muy preciso: encontrar a Dios. Con todo, nadie ha podido contemplar a Dios, ni
escuchar su voz, ni, mucho menos, tocarlo. Se llega, por supuesto, a la
conclusión de que ver, escuchar, tocar o encontrar a Dios no está al alcance ni
siquiera de la criatura más perfecta y mejor dotada. Es sencillamente
imposible, porque no pertenece al orden de las criaturas. Es el Creador, el Ser
mismo infinitamente simple, cuya esencia consiste en ser, en existir.
Consecuentemente, el hombre debería cambiar la dirección
de su viaje hacia Dios -cosa muy difícil dada la cultura de tiempo inmemorial
en aquella dirección- y parar de buscar a Dios a quien no se puede encontrar,
como dice Jesús a los apóstoles, cuando le plantean la dificultad de la
salvación. "Al hombre le es imposible".
Y, pues, el hombre debe
dejar de buscar a Dios y se dispondrá para que Él lo encuentre, dado que a
"Dios le es posible, porque lo puede todo". Disponernos para que Dios
nos encuentre sería abrir de par en par las puertas de nuestra mente y de
nuestro corazón y esperar que Él nos vea, nos sienta, nos toque, nos encuentre
con su sabiduría y su amor. Esperar es una actitud activa que conlleva fe,
esperanza, deseo y disponibilidad, olvido de sí mismo y atención deseosa hacia
el bien necesario y esperado, "como los centinelas esperan la mañana"
o como la tierra ardorosa espera el agua del cielo.
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