Observando la naturaleza
podríamos aprender una lección bien necesaria: la fecundidad del silencio. A
finales de otoño y durante el invierno, la vida vegetal entra de lleno en un
austero retiro silencioso. La llamativa fastuosidad de la primavera y del
verano ha dado paso al drástico despojo de hoja y flor de buena parte de la
vegetación. La vida se ha recogido en el
centro vital de cada árbol y de cada planta, y algunas de ellas han perdido
tallos incluso, y se han escondido bajo tierra reduciéndose a las raíces, donde
guardarán, a escondidas y en silencio, su principio vital.
En estas condiciones, el mundo vegetal, guardando un
silencio activo liberado de toda presunción y orgullo, dejará que la
naturaleza, también en silencio, lleve a cabo su acción renovadora. La vida
dejará hacer, tomando una actitud pasiva y receptiva a la vez. Esperará que el
milagro ocurra naturalmente. Es así como estallará la nueva vida y el mundo
entero quedará maravillado.
Así debería ser nuestro silencio interior para que
apareciera la renovación esperada. Un silencio que no debemos confundir con la
ausencia de ruidos, con una parálisis de actividades o con una apatía
comparable a la nada, que sería un silencio estéril. Nuestro silencio debe ser
inteligente y activo, expectante y sensible, abierto y disponible, envuelto en
deseo. Un silencio fruto de la fe y proyectado por la esperanza hacia el
objetivo final de llegar a ser lo que estamos llamados y dotados para lograr,
en lo más profundo de nosotros mismos.
El silencio que nos conviene supone el despojo de toda
hojarasca: de la pretensión de ser nosotros mismos, con nuestro discurso y con
el esfuerzo voluntarista, los autores de una realización caudal. Necesitamos un
silencio que sea olvido de nosotros mismos, para estar atentos y disponibles a
todos los dones que, por naturaleza y gracia, obrarían en nosotros el milagro
que esperamos.
Hablamos de un silencio que puede venir con nosotros
dondequiera que vayamos y nos puede acompañar en las más diversas actividades.
Porque, de lo que se trata es de una actitud que nos permite vivir en nuestro
interior sin huir al desierto o escondernos en el aposento; una actitud que nos
entronca con la Fuente de la Vida y, ahorrándonos orgullo o vanidad, nos llena
de esperanza y nos hace aptos para el amor. Como
las plantas, en invierno, pierden el protagonismo para confiarlo a la
naturaleza, el místico silencioso desaparece ante la propia mirada y se confía,
sin condiciones ni recelos, a Aquel << en quien existimos, nos movemos y
somos> >.
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