Cuando hablamos de
glorificar a Dios, de trabajar para su gloria,
<A la mayor gloria de Dios>,
como decía San Ignacio, no hacemos sino proclamar un deseo, expresar una
analogía de lo que a nosotros nos parecería conveniente aportar a favor de
Dios, en respuesta a todo lo que creemos haber recibido de él.
De hecho, Dios no tiene ninguna necesidad de nuestra
glorificación. Es más, a nosotros nos es absolutamente imposible aportar ningún
motivo de acrecentamiento en la gloria de Dios, como se deduce de Ap 21,22 - 23:
<Y no vi. en ella templo; porque el
Señor Dios es el templo de ella y el
Cordero. La ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brille en ella;
porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su lumbrera>. Y en Ap 22,5: <No habrá nunca más noche, no
tienen necesidad de luz de lámpara ni del sol: el Señor Dios los iluminará>.
También en Is 60,19: <Yo, el Señor, seré para siempre tu luz; yo, tu Dios,
seré tu gloria>. En el himno del <Gloria>, en la misa, hay un gesto
muy lúcido, cuando decimos: <Te damos gracias por tu inmensa gloria>. Con
estas palabras no pretendemos aumentar la gloria de Dios sino proclamar nuestra
admiración por la inmensidad infinita de aquella gloria.
Deducimos, por tanto, que la gloria de Dios es él mismo y
es además, la gloria de los elegidos, nuestra gloria. Lo que nos urge ahora a
nosotros simplemente es la capacidad y la voluntad de admiración, de
estupefacción, de maravillarnos, de entusiasmarnos, ante la infinita gloria de
Dios. Lo que nos urge es procurarnos una actitud familiar y habitual de gratitud,
por cuanto Dios se digna hacernos partícipes de su gloria y de adoptar una
respuesta vital que, lejos de inhabilitarnos, nos haga aptos para ser contados
en el número de los que participarán de su gloria.
¿No podríamos cambiar, por tanto, la expresión <dar
gloria a Dios> por una que dijera, por ejemplo: <abrirnos a la gloria de
Dios>? Y esto querría decir, no sólo abrirnos a nosotros mismos, sino hacer
de pantalla para que los demás y el mundo entero se abrieran a la gloria de
Dios. Otra expresión que hay que matizar es la afirmación de que la gloria de
Dios son sus criaturas, o que somos nosotros, los seres dotados de inteligencia
y libertad, cuando, de hecho, ni el hombre ni las demás criaturas añaden nada a
su gloria. Lo máximo que puede hacer la más perfecta de las obras de Dios, es
reflejar aquella gloria recibida. Dios es, pues, la gloria del hombre al más
alto nivel, como el único de los seres creados hecho a su imagen y semejanza. Y
es también el destinado a hacer participar de aquella gloria a toda la creación
salida de las manos de Dios, porque el hombre es la conciencia del universo.
Imprimir artículo
No hay comentarios:
Publicar un comentario