Los transgresores son más
bien pocos. Por cobardía. Más frecuentemente, por comodidad. En un sentido
estricto, casi peyorativo, transgredir significa la acción de violar, de
desobedecer una ley o una orden; pero en un sentido amplio, que puede ser
indiscutiblemente positivo, significa la actitud de sobrepasar el estatus
existente, la ideología imperante, los dogmas establecidos. Es la osadía de
saltar los muros de contención, cuestionando la validez de la situación
imperante, y abrir nuevos horizontes.
Un trasgresor es aquel
inconformista incapaz de apoltronarse estáticamente en los conocimientos y los
comportamientos del momento, dispuesto a trascender las reglas del juego y
deseoso de saber más de lo que dicen los libros y de lo que es aceptado por el
consenso general. El trasgresor tiene su mirada puesta en lo desconocido, y no
permite que las premisas, intocables para la mayoría de los mortales, sean
muros infranqueables para alcanzar la realidad profunda, que todavía queda
escondida al ojo del observador.
El trasgresor es el
inventor de hipótesis arriesgadas, que trabaja siempre condicionalmente y asume
la posibilidad de tener que rectificar. Es el que busca la verdad que no se
deja condicionar por tesis establecidas y reconocidas, y está convencido de que
la Verdad Total reside mucho más allá de lo que el hombre ha pensado hasta
ahora, aunque lo tenga por seguro.
El trasgresor es un genio
intuitivo, que adivina una tierra más allá del océano, como Cristóbal Colón;
una explicación de la vida diferente y complementaria del creacionismo radical,
como Darwin; una cosmología distinta de la establecida, como Copérnico y
Galileo; una vida mística por la unión con Dios, que tiene poco que ver con la
teología ascética vigente en la época, como Dionisio, San Juan de la Cruz y los
otros místicos de la historia de la Iglesia; unos principios básicos de la
ciencia empírica drásticamente innovadores, como en el caso de Einstein.
Para nosotros, los
cristianos, el gran trasgresor fue Jesús de Nazaret. El atrevimiento de su
intuición y la convicción y firmeza con que la llevó a cabo, le costó la vida,
porque a los ojos de los guardianes de la ortodoxia y del chovinismo hebreo y
al celo del dominador romano les pareció un salto al vacío y un peligro de
revuelta inadmisible, respectivamente. Un salto al vacío para los hebreos por
haber relativizado la ley y el templo, las dos columnas de la identidad del
pueblo elegido, y un peligro inminente de revuelta para los romanos, por el
seguimiento de masas que le apoyaban.
Con todo, a pesar de la victoria inmediata de sus opositores, la intrépida
apuesta de Jesús abrió portales y ventanas a un mundo nuevo, que nunca más
nadie ha podido cerrar.
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