Había que revelar al mundo
el auténtico rostro de Dios. Los profetas ya lo habían avistado. Con todo, el
pensamiento pagano de Grecia y de Roma y las divinidades de los diferentes
pueblos de Palestina, así como el legalismo extremo de Israel, impedían la consolidación
del conocimiento positivo y real del Dios único, que está a favor de los
hombres y que no se propone otra cosa que su despliegue, hasta la libertad
total de sus hijos, y la salvación por la santidad.
Anunciar a los cuatro
vientos la faz auténtica del Dios vivo, era la misión que había recibido Jesús
de Nazaret. Cuando llegó la hora de comenzar su misión por la predicación y la
vivencia en sí mismo del Reino de Dios, se tuvo que preparar tomando contacto
personal con Dios, de una manera muy especial: escuchándolo en su interior,
pasando del concepto ordinario y normal en la religión judía de su tiempo, a la
experiencia personal, vivida en la más profunda intimidad. Fue éste el sentido
profundo de los cuarenta días en el desierto; no el ayuno ni la penitencia.
Estos últimos son consecuencia del aislamiento voluntario de todo recurso
terrenal.
Terminado el desierto,
Jesús volvió al mundo de los hombres y, después de la escena del Jordán, empezó
a predicar la Buena Nueva, pidiendo que sus oyentes se dispusieran a dar dos
pasos adelante: el primero convertirse, que significa abandonar el concepto
pagano y el legalista de Dios, y el segundo, creer en la Buena Nueva,
sustituyendo el primero y erróneo concepto de Dios por el nuevo y verdadero,
que Jesús propone. Esta conversión pide sobrepasar el conocimiento conceptual
de Dios y poner orden en la propia vida moral, para llegar a tener experiencia
interna de la presencia divina en nosotros. Una experiencia similar a la que
tenía Jesús, tal vez comenzada profundamente en el desierto y no perdida de
vista ni en el huerto de los olivos, ni en la Cruz.
La realidad del acceso
a Dios por la experiencia personal interior es válida todavía hoy y lo será
siempre. Es la única y verdadera conversión. Hace poco una chica de quince años,
de ambiente rural, me decía que ella cree en Dios por experiencia. Y lo decía
con un gesto inconfundible, señalando su interior. Me pareció tan sincero como
admirable. Dios es, y es siempre igual. Dios se comunica, y lo hace esencialmente
por los mismos medios.
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