Sería durante el mes de
marzo o abril de los años ochenta del siglo pasado, cuando conocí a María
Luisa, religiosa del Sagrado Corazón. Me vino a ver en Bellver de Cerdanya,
pidiendo si la podría ayudar a encontrar un cobijo, en una aldea la más
insignificante posible, lugar solitario y propicio al recogimiento y al
silencio. Recuerdo que no encontramos nada adecuado; pero el caso me dio
ocasión de conocer de cerca y en directo una vocación contemplativa.
Era una excelente religiosa,
y no rehuía la vida conventual. Lo que le faltaba era una soledad estricta, un
silencio total, un tiempo disponible sin ataduras de ningún tipo, una libertad
incondicional para vivirse según la vocación que tiraba fuerte desde su
interior. El núcleo de su deseo apuntaba a una vida de unión con Dios, una vida
mística, con la única actividad prevista de dejarse querer por Dios y de amarlo
y, en él, a todos los hombres. Esta tarea le pedía una dedicación casi
exclusiva a la oración contemplativa. Consiguió permiso para hacer la
experiencia de vida eremita, que le fue concedido por un año y luego renovado
una y otra vez.
En ese momento yo sentía
respeto y admiración por una opción tan generosa, al tiempo que me encontraba
lejos de una atracción por una vida tan absorbente y casi sobrehumana. Estaba
demasiado enfrascado en la experiencia del trabajo manual y de la dedicación
pastoral en la Parroquia. Más tarde he entendido que ella había escogido la
mejor parte, aunque reconozco que nadie debe emprender la travesía del
desierto, sin estar seguro de una vocación específica.
En algún lugar de las islas
Baleares, que ahora no recuerdo, encontró lo que buscaba: una cabaña cerca de
otras personas que vivían la misma experiencia. Ayudaba a los agricultores en
la cosecha de almendras y otros frutos para poder subsistir y le quedaba todo
el tiempo sobrante para su oración. Más tarde se trasladó a una aldea del
Vallès Oriental, donde vivía de enseñar guitarra y canto a un pequeño grupo de
niños y niñas, y compartía el tiempo libre y la Liturgia con los pocos vecinos
del pueblo.
María Luisa hace
filigranas con la guitarra y canta como un Serafín. La voz y la guitarra la
acompañan a menudo en las largas horas de oración. La simplicidad de alma y
costumbres se reflejan en los rasgos suaves de un rostro relajado y una mirada
serena. Debe ser verdad que ha escogido la mejor parte y que, estar con Dios,
es la mejor manera de estar.
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