"Dios creó al hombre
a su imagen, lo creó a imagen de Dios" (Gn. I, 27). El texto nos asegura
que, por naturaleza, el hombre, por gracia de Dios, ya desde el mismo momento
de la creación, y para siempre en todos aquellos venidos a la vida por
engendramiento natural, posee una profunda semejanza con Dios, siendo como una
imagen que representa y recuerda a Dios, dondequiera que vaya. Esta semejanza
se da -como si dijéramos automáticamente- sin que el hombre tenga nada que ver,
sin que lo pueda acoger o rechazar, prescindiendo de si tiene conciencia o lo
ignora totalmente.
Podríamos deliberar
largamente sobre en qué el hombre se parece a Dios en su ser natural, y quizás
llegaríamos a la conclusión de que, como Dios, pero en un nivel infinitamente
inferior, es capaz de pensar, de amar, de discernir libremente y tener
conciencia de sí mismo y de la propia responsabilidad.
Hablemos ahora de otra
imagen y semejanza del hombre con Dios, a la que está llamado
sobrenaturalmente. En esta sí que el hombre tiene algo que decir, porque es una
vocación que puede ser acogida, ignorada e, incluso, rechazada. "Sed
santos, porque vuestro Padre celestial es Santo", leemos en el Evangelio.
"Sed imitadores de Dios", leemos en algún otro lugar. Y San Juan de la
Cruz nos enseña profusamente el camino que nos lleva a parecernos a Dios, hasta
el punto de convertirse en dioses por participación; al tiempo que nos advierte
que la disimilitud total con Dios nos haría del todo incapaces de tener parte
alguna con él.
A menudo, los cristianos
vivimos nuestra relación con Dios bajo la obsesión del pecado: llegar a vivir
sin pecado. Es una actitud claramente negativa, cuando, por el contrario, la
voluntad de Dios es la invitación -una vocación- a vivir su cercanía y nuestro
acercamiento a él, con la intención firme de ser siempre, en todo, a semejanza.
Está claro que para lograr este cambio necesitamos pasar por una pedagogía
teológica de gran profundidad. ¿Por qué, en vez de gemir siempre por los mismos
pecados, no nos dolemos de constatar cuán lejos estamos aún de parecernos a él
en la compasión, en la misericordia, en el perdón sin condiciones, en el amor
generoso y universal , en la aceptación positiva de las contrariedades y los
sustos de todo tipo? ¿Por qué, en vez de cultivar con celo excesivo nuestra
imagen personal -que deberíamos perder de vista- no nos ejercitamos con alegría
constante sustituyéndola por la imagen de Dios, hasta que todo el mundo pueda
ver en nosotros a Él mismo?
Como la primera imagen y
semejanza de la que hemos hablado ha sido un don gratuito, también esta
segunda, que es sobrenatural, lo debe ser con mucho más motivo. Con la
diferencia, que en esta última hemos de tomar parte activa deseándola, pidiéndola
y llevando a la acción el ejercicio de la voluntad libre para hacer, de nuestra
parte, todo lo posible para que tanto nuestro ser como nuestro comportamiento
sean a semejanza y a imagen de Dios.
Imprimir artículo
No hay comentarios:
Publicar un comentario