La narración de Lucas
(Lc1, 39-45) nos brinda la oportunidad de ser espectadores de un encuentro,
puede ser parabólico, que lleva, sin embargo, un bagaje teológico y humano
excepcional. María visita, con intención de ayudarla, a su prima Isabel. Cada
una de ellas espera un hijo, con seis meses de diferencia en su gestación. El
Hijo de María es el Mesías prometido y esperado, y el de Isabel es aquel que
irá delante preparando el camino. Sus vocaciones están vinculadas estrechamente
y tendrán como misión abrir las puertas del Reino de Dios e invitar a entrar
todos los pueblos de la tierra.
La ocasión pone en
contacto las dos madres empapadas de sentimientos cordiales, y aproxima
físicamente, por primera vez, las dos vidas inmaduras de los dos niños. Una
aproximación, una presencia, más mística que física, capaz de conmover a Juan
en el seno de la madre, agitado positivamente por la proximidad de Jesús, el
Hijo de Dios. El evangelista Lucas, probablemente, quiere remarcar con fuerza
la capacidad que tendrá en adelante la presencia de Jesús sobre la faz de la
tierra, para trasegar los corazones, fascinarnos y motivarlos a su seguimiento.
Los siglos le han dado la
razón. Hasta nuestros días, la seducción de la presencia misteriosa de Jesús ha
justificado el martirio, ha conducido al desierto, ha alentado a buscar
voluntariamente la pobreza, la virginidad y la obediencia; ha abierto caminos
llenos de peligros a los misioneros y ha suscitado innumerables defensores y
servidores de los pobres.
Una presencia misteriosa,
que transforma la mente para la eclosión de la fe -mezcla inseparable de
oscuridad y seguridad- y el don del amor, que hace olvidar sin dolor las
propias conveniencias y necesidades y da la fuerza y la osadía de vivir para los
demás, de acuerdo con el lema que el mismo Jesús nos dejó: <Amaos los unos a
los otros, como yo os he amado>.
Tendríamos suficiente,
cada uno de nosotros, para disfrutar de una transformación similar,
esforzándonos para acceder a una conciencia clara de la proximidad mística de
Jesús, de su presencia de resucitado en medio de nosotros. Bastaría tan sólo
dar crédito, desde el fondo de nuestro ser, a la promesa recibida de su boca:
<Estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo>. Efectivamente,
¿cómo podríamos vivir -en la fe- la presencia en nosotros de Jesús resucitado,
sin sentirnos afectados, interpelados, llamados, empujados a compartir su
vocación de vivir y anunciar el Reino de Dios?
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