¿Qué tiene de extraño, por tanto, que los humanos amemos nuestro cuerpo, si
éste somos nosotros mismos que vivimos corporalmente? Al cabo, el cuerpo es la
única vía de comunicación hacia fuera, que tenemos. Sin los sentidos del
cuerpo, nuestro ser profundo estaría absolutamente incomunicado. Sería estático
como una roca y no tendría capacidad de dar ni de recibir la más mínima
comunicación. ¿Tendría vida - en el estado que conocemos- nuestro ser, sin el
cuerpo?
La Carta a los Hebreos
(10, 5-7) escribe. <Cuando entra en el mundo, dice a Dios: Me has dado un
cuerpo. (...) Entonces dije: A ti me presento. En el libro está escrito de mí
que quiero hacer, Oh Dios, tu voluntad>. El Mesías, para poder hacer en el
mundo la voluntad de Dios a la manera humana, ha tenido que ser dotado de un cuerpo
humano, tomando así nuestra condición de vivir corporalmente y hacerse en todo
semejante a nosotros. Con la singularidad de ser el ejemplar humano perfecto,
capaz de conseguir el equilibrio total entre el ser profundo (el espíritu) y el
cuerpo. Para, de esta manera, poder hacer perfectamente la voluntad de Dios,
humanamente.
Seguir su modelo, es la
pedagogía que nos conviene para ir haciendo vía hacia nuestra realización total
y hacia el cumplimiento de la voluntad de Dios. Nada nos es posible, en este
itinerario, sin la complicidad natural y positiva de nuestro cuerpo. En primer
lugar, debemos restituir a nuestro cuerpo su honorabilidad; empezando por
admitir que muchas pasiones y turbulencias que atribuimos al cuerpo, de hecho,
tienen la raíz y la causa en las codicias, frustraciones y conflictos del
espíritu. El cuerpo, como instrumento de comunicación que es, exterioriza la
acumulación de carga negativa o positiva que ha elaborado el espíritu confuso o
equilibrado y sucumbe él también, o se beneficia de las emanaciones que salen
del corazón: <Porque del corazón del hombre salen los malos pensamientos,
los homicidios, adulterios, relaciones ilegítimas,
robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre>.
(Mat 15, 19-20).
En segundo lugar debemos
aprender a amar nuestro cuerpo: evitarle estragos, cuidar de él y educarlo con
atención, sabiduría y paciencia. Así será vehículo auténtico y eficaz de
nuestra comunicación y contribuirá naturalmente la salud de nuestro espíritu.
Los antiguos ya lo habían descubierto:
Mens sana in corpore sano, <una mente sana habita en un cuerpo sano>.
Imprimir artículo
No hay comentarios:
Publicar un comentario