Cada uno de nosotros ha
tenido alguna noche memorable, llena de júbilo, como la de la boda o de la ordenación
sacerdotal; quizás la de la primera Comunión o de un viaje muy esperado; o
alguna otro dolorosa, como la de la madre, la noche antes de que el hijo único
se incorporara al ejército en tiempos de guerra fratricida. Para Jesús, fue la
noche antes que a muerte fuera entregado. Era la hora de la soledad oscura, de
la imaginación febril, del acorralamiento sin salida posible.
Es del todo normal y
humano que Jesús quisiera compartir con los que amaba aquella noche
interminable de amor y de dolor y que, en comunión con los amigos, vaciara toda
su grandeza, contenida en el cáliz de su desamparo. Al objeto, aprovechó el
ritual hebreo de la Pascua, celebrando una cena de despedida, que se
convertiría en la celebración y recordatorio del paso trascendental que iba a
dar: la nueva alianza de Dios con la humanidad, por medio de su muerte y
resurrección. Había de permanecer un signo sustitutivo de la Pascua, para que
fuera el memorial perpetuo de su paso de la muerte a la vida, en el corazón de
la comunidad y de cada discípulo. Es el signo del pan y el vino: <esto es mi
cuerpo ... es mi sangre ... haced siempre esto en memoria mía>. Es el signo
de la comunión con él.
Después dejó el otro
signo, resumen de su doctrina y de su vida: <Yo que soy el Maestro y Señor,
os he lavado los pies. También vosotros debéis hacerlo unos a otros. Os he dado
ejemplo para que vosotros lo hagáis como yo lo he hecho>. Este es el signo
de la comunión entre nosotros, de la atención efectiva al necesitado, de la
caridad, de la unidad.
En el huerto de los
olivos, Jesús nos confía el tercer signo: la comunión con Dios Padre, la
sumisión absoluta a su voluntad, a ponerse confiadamente en sus manos, aunque
sea en la más negra oscuridad y en medio del mayor dolor: <Abba, Padre ...
que no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres>. La oración en el
huerto es, por supuesto, el acto de contemplación más sublime que han visto los
siglos. Ahora que Jesús se ha empobrecido radicalmente y está del todo decidido
a la ofrenda de su vida -la última cosa de la que aún disponía- se encuentra en condiciones de entrar en
mística comunicación con el Padre.
Imprimir artículo
No hay comentarios:
Publicar un comentario