Ambrosio muestra el aspecto de un bohemio ilustrado, cortés y afable. Es,
seguro, un vagabundo que ha visto las verdes y las maduras, si atendemos a las
explicaciones que da cuando toma la palabra. Parece talmente una conferencia de
ciencias sociales y abunda en consideraciones muy divertidas sobre países que
ha visitado, y pone cuidado en detalles interminables de costumbres, creencias,
ritos, grandiosidades y miserias que ha aplaudido o rechazado, aquí y allá.
Como corolario y resumen,
él se queda con todo lo que ofrece el aspecto, el peso y la medida de lo
auténtico. Porque, si lo sopesamos atentamente, veremos que la cultura y las
tradiciones humanas se componen de un esqueleto real, objetivo, y un
revestimiento decorativo, sobrepuesto artificialmente por las diversas
evoluciones culturales que, unas veces, ayudan a valorar lo sustancial y otras
hacen distorsión de la realidad de una manera engañosa y, con frecuencia,
ridícula.
Como base de orientación,
él propone analizar la situación concreta y quedarse con lo que ofrece la
garantía de autenticidad. Y la autenticidad no se puede disociar nunca de la naturaleza
de las cosas, porque la verdad y la realidad radican en la naturaleza y sus
leyes. Esto es lo que tenemos: todo es como es, por más que las elucubraciones
humanas lo adornen o lo afeen. En el fondo de todo disfraz siempre queda la
realidad objetiva, la autenticidad.
Lo que más le llama la
atención es el fenómeno del hecho religioso, su esquizofrenia, las contradicciones
irreconciliables, los fanatismos delirantes; todo por querer reducir a esquemas
mentales y de comportamiento, casi a fórmulas matemáticas, la necesaria
relación del hombre con Dios; cuando -de hecho- esta relación se da
naturalmente, de forma espontánea; tan radicalmente como la relación existente
entre el feto y la madre (Dios es como la matriz de todo lo que existe), o como
la del árbol con la tierra donde hunde sus forzudas raíces.
El asunto del hombre
respecto de Dios se reduce a descubrir aquella relación y asumirla gozosamente.
El siguiente paso es vivirse a sí mismo auténticamente inmerso en aquella
relación mística. Si no se da esta experiencia, transformada en actitud
permanente, de poco debe servir -piensa él- celebrar ritos o hacer escaramuzas
voluntaristas en el campo de la ascética y de la moral; de poco debe servir
venerar imágenes, recitar oraciones o emprender peregrinaciones, aprender la
Biblia o el Corán de memoria, o bien estudiar tratados teológicos.
Un esfuerzo así de
admirable y doloroso, si no se ha alcanzado una conciencia clara de pertenencia
natural y ontológica a Dios, ni se ha llegado a dar respuesta auténtica, vital
y habitual a la misma, se reduce a un revestimiento decorativo del esqueleto o,
aún peor, a un disfraz que impide el descubrimiento de la misma realidad
auténtica.
Imprimir artículo
No hay comentarios:
Publicar un comentario