Estoy enamorado de la madrugada, de todas las madrugadas, de cada una de
ellas, iguales, y diferentes. Iguales por la curiosidad, por la novedad y el
comienzo; diferentes por el mensaje aún indescifrable, por la carga de posibilidades
o frustraciones, por la cordialidad y la poesía, por la frescura y la belleza,
donde viene envuelto con finura el regalo de un nuevo día lleno de incógnitas y
sorpresas alucinantes o rutinarias.
Porque la madrugada es el
momento rítmico diario de estrenar. Estrenar el aire recién refrigerado y
oxigenado, estrenar el sol recién salido, como si apareciera por primera vez,
estrenar el canto de los pájaros silenciado horas ha, estrenar el rumor de las
aguas, aislado toda la noche a causa de un reposo conciliador.
La madrugada es la puerta
abierta a una mayor sabiduría, que nos permite corregir errores, pasar página a
una actitud equivocada, lavarnos las lágrimas del día antes, estrenar una nueva
hoja del libro de la vida, medir nuestras capacidades de éxito , bajar de la
falsa torre de marfil y, por encima de todo, empezar, con energía renovada y
vibrante, la partida hacia el reto,
también nuevo, de un tramo más de nuestro itinerario.
Madrugar es un ejercicio nunca
hecho en solitario. Toda la naturaleza madruga contigo en la renovación
constante de su ritmo vital. Y la complicidad de todos los seres vivos te hace
percibir el misterio que podríamos llamar solidaridad o, más propiamente,
unidad cósmica. Si uno está acostumbrado a la meditación o a una cierta
disposición contemplativa, tardará poco a sentir el latido de una Vida más
grande, inconmensurable, que se revela cuando se es capaz de escuchar el
silencio y de darse cuenta de que toda vida es movida secretamente -desde
dentro- por la Vida misma.
Es entonces cuando podemos
aprender a ver que la simbiosis de toda vida con Dios no es un hecho
esporádico, propio de momentos mágicos, como la madrugada, o de tiempos
dedicados a la oración, sino el estado habitual, natural y espontáneo que hace
posible el comienzo y la prolongación de toda vida inmanente. La madrugada y la
oración, por su frescura y reposo, se convierten, con todo, en momentos
privilegiados que nos defienden de perder la orientación en la inmensidad del
tiempo y del espacio, y nuestra pertenencia a la Vida verdadera.
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