Siempre me ha fascinado un
olor nuevo, recién estrenado. Recuerdo el olor de las primeras violetas y el
del saúco estallado en flor, como el aroma de la naranja que mi padre había
traído de la ciudad, mientras la pelaba ceremoniosamente ante mis ávidos ojos.
Recuerdo el perfume de la hierba fresca recién segada y la fragancia de la
leche al tiempo de ordeñarla. En la escuela se hacía presente una serie de
olores el día de empezar el curso, como la de los libros y libretas nuevos y la
del tintero estrenado, al momento de abrirlo, o la del lápiz, al terminar de
afilarlo. Fragancias todas capaces de despertar un sentimiento limpio,
positivo, lleno de promesas. Toda novedad lleva en sí algo de mágico y estimulante.
Así era igualmente el olor de las alpargatas de cáñamo nuevas o la del suéter
de lana que la madre me había tejido para estrenarlo el día de Navidad.
Justamente es aquí donde
quería ir a parar. Cuando llega la Navidad, tengo necesidad de detenerme a oler
el olor de la novedad, como cuando paso ante el taller de carpintería, para
oler el olor resinoso del tablón de pino, que el operario está trabajando.
Navidad libera un sentimiento de novedad irreprimible: por el Infante, los
ángeles, los pastores y el rabadán. También por la novedad de los
comportamientos humanos, por los rostros con sonrisa renovada, por las palabras
dulces del buen augurio, que cada uno hace patente a sus semejantes. Parece
como si, en Navidad todo volviera a empezar, pasando olímpicamente de todo lo
que ha revestido de senectud nuestros corazones, y como si estrenásemos una
libreta nueva, donde todo lo que escribiremos tendrá el brillo de una novedad
radiante.
Tenemos toda la razón,
porque la Navidad bíblica fue un comienzo, donde se pasa página al Antiguo Testamento
del temor y al tiempo de las promesas, para abrir de par en par el segundo
tiempo: el del cumplimiento de lo prometido y de la esperanza definitiva. Fue
gracias a la manifestación del amor de Dios sin condiciones, en la persona de
Jesús y en la revelación de su designio de salvación universal, que comenzó la
segunda etapa de la Historia de la salvación. En Jesús ha tenido lugar la
segunda creación, ha aparecido el hombre nuevo que, siguiendo la estela por él
señalada, se puede realizar plenamente en el mundo y hacer vía triunfal hacia
el cumplimiento trascendente.
Nada tan negativo le
podría pasar al hombre de hoy como, dar la espalda al designio de salud que
representa Jesús, pensar que por si solo, con su ingenio y fuerza, puede crear
en esta tierra un paraíso, sin necesidad de responder a la urgencia de pervivir
más allá del tiempo y del espacio conocidos. Sin embargo, iniciado ya el tercer
milenio, resuenan susurros alarmantes de una desviación muy generalizada que,
si no hay corrección a tiempo, quitará a la humanidad toda esperanza de novedad
trascendente y la sumirá en la decrepitud más desoladora. Gracias a Dios, la
reacción correctora empieza a moverse con fuerza en diferentes estratos de la
sociedad, entre gente de todas las condiciones y de todas las edades que,
mirando con fe a Jesús, vuelven a hacer nuevo en la tierra el viejo himno de
los ángeles en Belén: Gloria a Dios en el
cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor.
Imprimir artículo
No hay comentarios:
Publicar un comentario