<< En aquellos días, Elías llegó a Horeb, el monte de Dios, y
pasó la noche en una cueva>>. En la soledad, el profeta tuvo la sensación
de la ausencia de Dios. Aquella ausencia venía de lejos: de la larga travesía
del desierto. El creyente pasa también por la misma prueba: se siente como si
Dios no existiera o como si se hubiera alejado demasiado. No encuentra
respuesta a sus oraciones, ni vislumbra un poco de luz en el horizonte, o de
consuelo, o de presencia interior.
Aquella ausencia, a
veces bastante larga, llega a su fin: << El Señor le dijo (a Elías):
"Sal y ponte de pie en el monte ante Señor. El Señor va a pasar>>.
Elías no percibió a Dios en el ruido del vendaval, ni en el estruendo del
terremoto, ni tampoco en el ardor asfixiante del fuego, sino en la caricia de
una brisa tenue. Tampoco nosotros lo
encontraremos en la huida hacia afuera, en el activismo desproporcionado o en
la alborozo de los sentimientos, sino en la serenidad paciente de nuestro
interior.
El Evangelio nos lleva
a la misma conclusión. << Jesús obligó a sus discípulos a subir en seguida a la barca y a adelantársele hacia la otra orilla, mientras
él despedía la gente>>. Navegaron solos y, ya lejos de la costa, no
podían avanzar, << porque el viento les era contrario>>. El sentimiento
de sentirse abandonados por parte de Jesús golpeó los corazones de cada uno de
ellos. <<Pasadas las tres de la
madrugada, Jesús fue caminando sobre el agua. (...) Jesús les dijo: " Animo, soy yo, no tengáis miedo>>. Así terminan siempre las crisis de ausencia
para quienes esperan con fe, serenidad y paciencia.
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