En la Santa Cena aparece la humanidad de Jesús diáfana y
esplendorosa: un ser humano, a punto de emprender un viaje sin retorno, prepara
una comida de despedida, que se dispone a celebrar con sus íntimos, para que les
quede un recuerdo perenne de su amor fiel y de su comportamiento ejemplar:
<<Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el
extremo>>.
La comida
sirvió de marco perfecto para intimar con los suyos, como nunca lo había hecho,
hablando con calma desde el fondo del corazón y dejando aflorar los
sentimientos más exquisitos (humanos y divinos). Quería compartir con ellos el
gran secreto que llevaba dentro y que ellos no habían podido adivinar, a pesar haber
convivido con él durante tres años y de haber escuchado algunas insinuaciones,
como: << Sabiendo Jesús que había llegado la hora, de pasar de este mundo
al Padre >>. Aquello era necesario que entendieran sus amigos esa noche.
Y eso era lo que Jesús tenía necesidad íntima de compartir con ellos.
Su amor,
sin embargo, no era puro sentimiento. Era un amor fecundo, rebosante de
consecuencias prácticas, que se podrían resumir en una actitud de servicio a
los que amaba: << Se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una
toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies
a los discípulos>>. Y una enseñanza primordial: << También vosotros
debéis lavaros los pies unos a otros >>.
Aún, por fin, quiso expresar la amargura de
la separación que le embargaba, y el ingenio de burlarla. Lo hizo con la
propuesta de quedarse en forma sacramental (realmente y místicamente): <<
Tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: "Esto es
mi cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Lo mismo hizo
con el cáliz, después de cenar, diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza
sellada con mi sangre. Haced esto cada vez que la bebáis, en memoria mía
>>.
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