Estás buscando la felicidad, ¿verdad? Tienes razón en
hacerlo. Tu vocación es ser feliz, al menos razonablemente feliz. Para eso
estamos aquí todos juntos. Es posible, sin embargo, que estés equivocado, como
nos ocurre a menudo en diferentes conceptos. Por ejemplo, tomando por felicidad
algo que no lo es, como el placer superficial, el de los sentidos, aquel que se
esfuma rápidamente y, a menudo, deja un mal sabor: una especie de resaca;
cuando no, el dolor de un remordimiento mortecino, que nos hace sufrir.
Semejante cosa nos pasa cuando fijamos nuestras aspiraciones en la acumulación
de cosas y más cosas, del orden que sea. La posesión se concibe normalmente
como la solución a las necesidades y como medio imprescindible para el
bienestar personal, porque no entendemos -como sí lo hacía San Francisco de Asís-
que, para estar bien con nosotros mismos, necesitamos muy pocas cosas, y aún, éstas,
las necesitamos muy poco.
No obstante,
seguro que tenemos derecho y que es nuestro destino alcanzar una felicidad que
tiene lugar en el fondo del corazón, una especie de gozo espiritual puro y
sereno, que nos permite verlo todo con una nueva visión, una especie de
plenitud, que llena de sentido nuestro presente y de esperanza nuestro futuro.
Cabe decir que la felicidad no radica nunca en algo superficial o físico,
perceptible sólo en los sentidos del cuerpo, sino que arraiga en lo más
profundo de nuestro ser. Soy "yo" quién soy feliz o no lo soy. No mi
carne y mis huesos.
Dice el
profeta Sofonías: <No temas, Sión (...) El Señor, tu Dios, en medio de ti,
es un guerrero que salva. El se goza y se complace en ti, te ama y se alegra
con júbilo como en día de fiesta>. Es
evidente que este relato de Sofonías nos indica que el gozo, la alegría, la
felicidad, excluye la posibilidad de que se produzca encerrándose en sí mismo,
como si nos instalásemos en un castillo bien protegido, porque la felicidad ni
germina, ni florece, ni produce fruto en el aislamiento personal, sino en la
alteridad, en la comunicación, en la colaboración con los demás. Y, por encima
de todo, con el Otro. La plenitud de nuestro gozo, pues, es Dios mismo.
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