Muchas veces oiremos
hablar de los místicos como de personajes fantasiosos, seres ilusorios,
excesivamente imaginativos, e iluminados (en el sentido peyorativo de la
palabra). Otros consideran a un místico como un introvertido, tímido o soñador
fantástico, o incluso como imbuido de una beatería barata, sentimental y poco
práctica que le impide tener los pies en el suelo.
Por el contrario, la literatura de los místicos se
encuentra entre las más exigentes, e incluso radical; quizá la causa de que tan
pocos se apunten a meditarla con asiduidad y en hacer de ella su guía espiritual.
Los místicos apuntan tan alto que no se contentan con menos que Dios, y hacen
de la unión mística con Él el solo objetivo de su vida, que es el precio de la
renuncia a todo lo que no sea Dios.
Lean, sino, este texto de San Máximo Confesor: "La caridad es una disposición buena
de la mente que pone por encima de todo el conocimiento de Dios. El hábito de
la caridad, no lo puede alcanzar de ninguna manera el que tenga el alma ligada
a algo terrenal. El que ama a Dios antepone conocerlo y poseer-lo, a todas las
cosas que Dios ha creado; el ánimo de un hombre así vive necesariamente en el
conocimiento y en el amor”.
También piensan algunos que los místicos se desentienden
de este mundo, embobados con sus delirios interiores; cuando, de hecho, llevan
entrañablemente toda la creación hermanada consigo en el itinerario personal
hacia la unión, cuando todas las cosas serán creadas de nuevo y reintegradas a
la unidad esencial en el Verbo divino. Ellos son los que, como nadie, se afanan
por cumplir a la perfección el mandato de Jesús: "Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros".
Escribe San Máximo: "Feliz el hombre capaz de amar por
igual a todo otro hombre. El que ama a Dios es seguro que ama también al
prójimo; u n hombre así es incapaz de arrinconar dinero: lo da por amor de
Dios, lo distribuye entre quienes lo necesitan".
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