Es verdaderamente un enigma lo que le pasa al hombre; no al
hombre en abstracto: a nosotros mismos. ¿No es eso lo que nos pasa cuando,
sabiendo que los bienes materiales son caducos, que no podemos mantenerlos más
allá de la muerte o que no podremos gozar de ellos si vivimos en enfermedad y,
con todo, los deseamos y buscamos con un afán invencible? En otras palabras:
¿Cómo es que vivimos en contradicción patente con lo que pensamos?
Él libro
del Eclesiástico nos avisa: <<Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y
acierto, y tiene que dejar su porción a uno que no ha trabajado. (...)¿Qué saca
el hombre de todos los trabajos y preocupaciones que lo fatigan bajo el sol?
>>. ¿No le hubiera sido mejor contentarse con lo necesario y disfrutar de
la vida, dando tiempo a su espíritu para explayarse en la belleza y el bien, en
el amor al otro y en el servicio desinteresado? ¿No habría sido más
reconfortante compartir lo que le sobraba, en vez de amontonarlo con codicia
irresponsable para quien sabe quién y para qué fines?
Jesús, que
nos quiere libres de todo y de todos, nos da la recomendación más sensata y más
favorable a nuestra paz interior y, por tanto, a nuestra felicidad: << Mirad: guardaos de toda
clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes>>. La vida
temporal y menos aún la vida eterna. Vale
la pena que escuchemos también a San Pablo cuando dice:
<<Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la
derecha de Dios; aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra
>>.
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