Pienso que la observación
es un camino ancho y seguro para llegar al conocimiento ajustado de las cosas, al
significado de los acontecimientos, a la realidad profunda de las personas, y
aún, de alguna manera, prever ciertos aspectos del futuro. Sin contar que una
observación atenta, humilde y sin prejuicios, es la antesala de la sabiduría.
Por eso, aunque no soy un observador nato, me gusta seguir con la mirada el
vuelo de las golondrinas, contemplar salidas y puestas de sol, mirar cómo se
mueven los peces por los charcos del río, y prestar atención al relajamiento o a
la rigidez y al gozo o el dolor del rostro de la gente.
Desde un ángulo más cósmico y trascendente, creo que es
bueno observar, durante el fragmento de tiempo que nos es concedido, todo lo
que pasa y ha pasado, para poder extraer conclusiones lo más precisas posible.
Me refiero expresamente a los signos que tenemos de la
intervención divina en el devenir histórico humano. Y nos damos cuenta de que
aquella intervención afecta a la totalidad, pero no de manera evidente al
individuo; que se materializa por el cumplimiento de las leyes naturales y no
por intervenciones esporádicas; que el tiempo no cuenta a la hora de enderezar
las injusticias y que los hombres tienen que valerse por sí mismos, si quieren
superar amenazas de corrupción y de extinción. Esta es la conclusión del
observador actual sin prejuicios.
Una mínima intervención divina directa evitaría una
guerra o una catástrofe natural, un fallo mecánico o una distracción humana,
una epidemia mortífera o una sequía, que siembra de muertos países enteros.
Pero aquella intervención no tiene lugar y la humanidad vive, sufre y muere a
su ritmo, supeditada sin excepción a las fuerzas de la naturaleza y a las leyes
que la gobiernan.
Este es el resultado de la observación atenta durante el
fragmento de tiempo que conocemos: Dios se hace presente sólo, y de una manera
imperceptible para la irreflexión, manteniendo la existencia del cosmos, la
vida de las especies y la conciencia de los humanos.
Si Dios es inmutable en su ser y obrar, podemos deducir
legítimamente que siempre ha sido así, y pues, que todas las narraciones
bíblicas de actuaciones divinas concretas y espectaculares, deben ser
entendidas como metáforas literarias y pedagógicas. Si Dios hubiera liberado a los
hebreos esclavos de Egipto ¿por qué no liberaría ahora pueblos y más pueblos
sometidos a todo tipo de vejaciones? Si los hubiera alimentado en el desierto
con el maná ¿por qué no haría ahora
igualmente con los pueblos hambrientos del tercer mundo? Si hubiera abatido
fulminantemente Sodoma y Gomorra en castigo de su pecado ¿por qué no debería
caer ahora una mortífera plaga selectiva en los antros más corruptos de la
tierra?
Dios ha dado a cada ser los recursos necesarios para
alcanzar su destino, cada uno a su nivel material o espiritual; recursos que
son mantenidos indefectiblemente por su Providencia creadora.
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